Los años dorados del movimiento hippie en San Francisco, aquel Mayo francés del 68, la Primavera de Praga, The Beatles en la cima del pop, Che Guevara, Juan XXIII – el Papa de la esperanza -. Años míticos. La moda del collage, de la máquina de escribir, del comienzo del cinemascope, el movimiento ye-yé, la experiencia personal del disfrute diario de la autorrealización, volcarse a la aventura de una expresión colectiva, un intento a la sociabilidad muda, pero patente.
Si hubo una manera, una explosión enriquecedora a finales de los sesenta y principios de los setenta, fue el póster. El póster era un lujo barato, plasmado en un papel malísimo, de un color plano, de adquisición exquisita, una de las veredas que nos llevaban a la Nueva Frontera. El póster olía a Francia, olía a palabras prohibidas, a avance. Sólo años después se empezó a soñar con enmarcar un póster a color.
El póster era una criatura del chico y chica in y, aunque estuviera al alcance de cualquier bolsillo, era muy propio de pandilleros, de chico con chupa y toques de marginalidad, de intelectual avanzado, de gente melenuda puesta en la década setentera. Cuatro chinchetas, una nota de color y de aire fresco en tu habitación, una generación que husmeaba un futuro distinto al de sus padres, una canción protesta, un ambiente de humo y discos de grupos británicos, conocerse a sí mismo – psiquedelia y psicodelia – trazos de avanzadas culturas llegadas – a contrabando – del extranjero: la literatura fantástica, degustar un poquito de corrientes no permitidas, el abstracto, el arte geométrico, un póster regalo de película que no cruzaba nuestra frontera, un póster guardado en el cajón, enrollado.
El póster conseguía que una generación joven – destinada a cruzar otra vereda – se identificara con ellos. En las siguientes décadas, el póster se sofisticó y, aunque nadara entre moda y diseño, entre lenguaje de cine y cómic, fue amigándose el grafiti como un pelotazo urbano.
En España -ven la década sesentera -, empieza a gestarse ese empobrecimiento del castellano. En vez de retrete, es más chuli wáter; en vez de bocadillo, sándwich; en vez de cartel, póster.
Donde se ponga un cartel de fútbol, un cartel de teatro, una cartelera de cine, un cartel de fiesta… que se quite la palabra póster y un batallón de palabras migradas de la Gran Bretaña. Eso sí, seguirán cayendo goterones, pedradas mal ajustadas a nuestro lenguaje cada vez menos castellano. Es cuestión de vorágine y de fe en lo nuestro. Lo siento, huyo de las amalgamas.
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